domingo, 29 de agosto de 2010

UNAMUNO Y ORTEGA: LA ENTRADA DE ESPAÑA EN LA MODERNIDAD.


MIGUEL DE UNAMUNO Y ORTEGA Y GASSET: EL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA DEL HOMBRE. LA ENTRADA DE ESPAÑA EN LA MODERNIDAD.
1. INTRODUCCIÓN.
Si la filosofía antigua había tomado la realidad objetiva como punto de partida de su reflexión filosófica, y la medieval había tomado a Dios como referencia, la filosofía moderna se asentará en el terreno de la subjetividad. Las dudas planteadas sobre la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad, material o divina, harán del problema del conocimiento el punto de partida de la reflexión filosófica. Son muchos los acontecimientos que tienen lugar al final de la Edad Media, tanto de tipo social y político, como culturales y filosóficos, que abrirán las puertas a la modernidad, y que han sido profusamente estudiados. En lo filosófico, el desarrollo del humanismo y de la filosofía renacentista, junto con la revolución copernicana, asociada al desarrollo de la Nueva Ciencia, provocarán el derrumbe de una Escolástica ya en crisis e impondrán nuevos esquemas conceptuales, alejados de las viejas e infructuosas disputas terminológicas que solían dirimirse a la luz de algún argumento de autoridad, fuera platónica o aristotélica. De las abadías y monasterios la filosofía volverá a la ciudad; de la glosa y el comentario, a la investigación; de la tutela de la fe, a la independencia de la razón.
La Filosofía Moderna corresponde a ese período que llamamos Edad Moderna en la Historia Universal y que comienza en el Renacimiento y la Reforma Protestante. Es a René Descartes a quien se le considera como el padre de ésta. Es el primero de esos atrevidos pensadores del siglo XVII y XVIII, que si bien es cierto que se apoya todavía en la Escolástica, sin embargo, por haber introducido en la filosofía la Duda Metódica, por su interpretación mecanicista de la naturaleza y por su idealismo metafísico, se constituyó en la fuente de todos los subsiguientes sistemas. Él exigió para el pensar filosófico una absoluta autonomía de modo que vinieron a desarticularse la razón y la fe; por todo ello Descartes se llama PADRE DE LA FILOSOFÍA MODERNA. (Breve Historia del Saber, Charles Van Doren, Ed. Planeta, Barcelona 2.006, Págs. 304-308)
Se entroniza la Razón como el eje vertebrador y configurador del hombre moderno, -que naciendo en Descartes-, tiene su correlato en la Revolución Francesa y los Ilustrados, y que da cuerpo, como sistema filosófico, Immanuel Kant (1724-1804) al afirmar que el conocimiento se limita a la experiencia, por lo que se aproxima al empirismo, y al afirmar que no todo el conocimiento proviene de la experiencia se acerca al racionalismo . Pero también es esencial en el pensamiento kantiano la influencia del tercer gran movimiento filosófico de la modernidad, la Ilustración. El proyecto ilustrado es un esfuerzo común de transformación y mejora de la humanidad mediante el desarrollo de su propia naturaleza racional. Para realizar este proyecto se propone como tareas fundamentales el desvelamiento de las leyes de la naturaleza y el ordenamiento racional de la vida humana.
Tras la filosofía crítica de Kant, el Idealismo alemán se convertirá en la corriente predominante en la Europa continental, a través de Hegel. El existencialismo de Kierkegaard, tanto como el marxismo y el vitalismo de Nietzsche que decretó la muerte del dios judeo-cristiano, anhelando la verdadera pérdida de la pluralidad rica y fecunda de los dioses, serán, en buena medida, una reacción al Idealismo hegeliano que, en cierto modo, consagra la identificación del yo trascendental kantiano con el Dios del cristianismo. En Gran Bretaña, el desarrollo del positivismo utilitarista con Bentham y J.S. Mill se inspira en los principios del empirismo, distinguiéndose del positivismo "idealista" del francés A. Comte; en ambos casos, no obstante, se da una preocupación por los temas sociales y por el bienestar de la humanidad que, aunque en una dirección distinta, compartirán con el marxismo. Por lo demás, el desarrollo de las ciencias y sus continuos éxitos hacen tambalear los cimientos de la filosofía, que se ve sometida a fuertes críticas por parte de los defensores del pensamiento científico, que encuentran en la ciencia el paradigma del conocimiento verdadero. Hacia finales del siglo XIX, al desarrollo del historicismo en Alemania, con Dilthey, y del pragmatismo en los Estados Unidos, con Pierce y W. James, hemos de sumar el desarrollo de la fenomenología con Husserl. Todas estas corrientes tienen su continuidad en el siglo XX, en el que destacarán además los representantes de la Filosofía Analítica, como Russell y Witgenstein, del Estructuralismo, como Lévi-Strauss y Foucault, del Existencialismo, como Sartre, o los de la Escuela de Frankfurt, como Adorno, Horkheimer y Habermas.(Elementos de Historia de la filosofía. Cap. La Filosofía Moderna. M. De Wulf . Ed. Luis Gili, Barcelona 1.918. Págs101-147)
En definitiva, detrás de la pérdida de los dioses subyace el gran interrogante ontológico del siglo XX: ¿Qué es la vida?, ¿Cuál es la verdadera vida, qué significa vivir verdaderamente o qué es vivir según un querer vivir? La experiencia de la modernidad ha significado que el hombre se encuentra enteramente a solas en el escenario existencial que habita. La más intensa potencia tecnológica expresiva de nuestra cultura moderna deja al hombre contemporáneo en una situación de indigencia, de pobreza ante el arraigo, la solidez y los sentidos de la vida.
Si lo anteriormente descrito es el escenario filosófico de Europa y Estados Unidos, en España, la crisis de valores propia del fin de siglo-XIX- se acentúa a causa de los graves conflictos que tiene que afrontar nuestro país. Tras la pérdida de las últimas colonias se habla de desastre y la situación provoca que los intelectuales -krausistas, regeneracionistas, modernistas y los del llamado Grupo del 98- inicien una campaña de crítica a la situación nacional. Estos autores van a realizar importantes aportaciones a la cultura española del siglo XX, en un ambiente de renovación ideológica y artística que ha permitido a la crítica calificar esta etapa como la Edad de Plata, que comenzaba en 1898 y finalizaba con el estallido de la Guerra Civil en 1936, como escribe José María Jover "entre 1875 y 1936 se extiende una verdadera Edad de Plata de la cultura española, durante la cual la novela, la pintura, el ensayo, la música y la lírica peninsulares van a lograr una fuerza extraordinaria como expresión de nuestra cultura nacional y un prestigio inaudito en los medios europeos"( José María Jover Zamora. Historia de España, Capítulo “El reinado de Alfonso XIII”. La civilización española a mediados del siglo XIX, Madrid, Espasa-Calpe, 1992).
Se trata de un movimiento renovador en el que participa tan sólo una élite o minoría de intelectuales al margen de la gran masa. El mismo Ortega dedicará un sabroso estudio a la función de las minorías. –“La rebelión de las masas”. Este texto, o conjunto de ellos, no representa otra cosa sino el desenmascaramiento de la situación política, sociológica y moral en la que el surgimiento de la masa como individuo protagonista de la Historia, había colocado al continente europeo (origen, destino y circunstancia política, a la vez, de España)-. El propio Ortega dirá que «el hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes» (Ortega y Gasset, La rebelión de las Masas, Ed. Planeta- De Agostini, Barcelona, 1993, pág. 77). Él mismo era parte de esa minoría de intelectuales inquietos.

Pero podemos hablar de una generación previa de precursores, en donde situamos fundamentalmente a Menéndez y Pelayo y a Francisco Giner de los Ríos. El primero nos enraíza en nuestra tradición cultural, poniendo ante nuestros ojos un pasado intelectual y filosófico que teníamos olvidado. El segundo, como un nuevo Sócrates, se dedica a preparar una élite de intelectuales honestos dispuestos a dar la batalla por una restauración pedagógica de la juventud dirigente. Recordemos cómo se encontraba la universidad española a mediados del XIX según el testimonio de Menéndez y Pelayo: "En estudiar nadie pensaba… La enseñanza era una pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia, dejadez y abandono casi criminal. Olvidadas las ciencias experimentales, aprendíase física sin ver una máquina ni un aparato. Si algo quedaba de lo antiguo era la indisciplina, el desorden, los cohechos de las votaciones y de las oposiciones". (MENÉNDEZ PELAYO, M. (1948). Historia de los heterodoxos españoles, VI. Madrid, Ed. Nacional. pp. 275-276).
Hay que hacer mención a esa corriente filosófica, que impregno a los filósofos del siglo XIX y XX de España, nos referimos al krausismo, que es una doctrina que defiende la tolerancia académica y la libertad de cátedra frente al dogmatismo. Debe su nombre al pensador postkantiano alemán Karl Christian Friedrich Krause , pudiéndose resumir esta filosofía, en la fórmula del "racionalismo armónico" o "panenteísmo" y en su obra “Ideal de humanidad para la vida”. Esta filosofía tuvo gran difusión en España donde alcanzó su máximo desarrollo práctico, gracias a la obra de su gran divulgador, Julián Sanz del Río y a la Institución Libre de Enseñanza dirigida por Francisco Giner de los Ríos, de él comenta don Miguel “Nunca olvidaremos nuestras conversaciones con él, nuestro Sócrates español, con aquel supremo partero de mentes ajenas. Inquiría, preguntaba, objetaba, obligándonos a pensar….Éste era el maestro (Unamuno, M. de “Recuerdo de O. Francisco Giner” O.C, Madrid, Escelicer, vol III, 1.178-1.179) además de la contribución de un gran jurista como Federico de Castro. El krausismo se funda en una conciliación entre el teísmo y el panteísmo, según la cual Dios, sin ser el mundo ni estar fuera de él, lo contiene en sí y de él trasciende. Dicha concepción se denomina Panenteísmo .
Todos los autores del 98 estuvieron bajo la influencia de las ideas del krausismo y su concepción panteizante (“pan-en-teísmo”) de la religión, heredera del idealismo alemán. La influencia de Arturo Schopenhauer y de Federico Nietzsche fue enorme. Azorín se manifiesta escéptico; Baroja, descarnado anticlerical; Antonio Machado rezaba a un Dios ibérico, desolado y terrible; Unamuno estuvo toda su vida atormentado por la contradicción entre razón y fe. Solamente Ramiro de Maeztu, que en su juventud se declaraba nihilista en el sentido nietzscheano, se convirtió al final en un católico tradicional. Encontraron el krausismo, cuando Ruperto Navarro Zamorano, miembro del grupo de amigos de Sanz del Río, tradujo en 1841 el “Curso de Derecho Natural, o Filosofía del Derecho” de Heinrich Ahrens publicado en París en 1837, donde expone que el fundamento del Derecho consiste en la "condicionalidad": el conjunto de las condiciones exteriores de que depende el destino racional del hombre y la humanidad que ha de desarrollarse sistemáticamente como un orden universal de piedad, abnegación y altruismo. Las implicaciones pedagógicas de la filosofía krausista obligan a poner en contacto directo al alumno con la naturaleza y con cualquier objeto de conocimiento (de ahí la importancia de las clases experimentales y de las excursiones), así como a establecer un gradualismo desde los gérmenes de cada disciplina de conocimiento hasta la suma complicación e interconexión de los niveles superiores. Por otra parte, es fundamental en el krausismo la laicidad y la creencia antidogmática en un dios ajeno a reglamentaciones de ningún tipo.
Francisco Giner de los Ríos intentó llevar a cabo los ideales krausistas en la Institución Libre de Enseñanza, institución educativa de carácter laico y liberal en la que aplicó nuevos métodos pedagógicos: se opuso al aprendizaje memorístico y promovió la relación personal entre profesores y alumnos, el amor al arte, al folclore y a la naturaleza. Por esta institución pasaron prestigiosos artistas y escritores de la época como los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, etc. Cumplió así la finalidad para la que fue creada: formar a una minoría de intelectuales que fuera capaz de transformar la sociedad española. (Historia de la Filosofía Española Contemporánea. Capítulo II y III: El Krausismo y La Institución Libre se Enseñanza. Manuel Suances. Ed. Síntesis, Madrid 2.006. págs. 65-158).
En el terreno religioso, tuvo mucha influencia la corriente modernista en teología y en filosofía. Un movimiento religioso de fines del siglo XIX y comienzos del XX que pretendió poner de acuerdo la doctrina cristiana con la filosofía y la ciencia de la época, y favoreció la interpretación subjetiva, simbólica e histórica de muchos contenidos religiosos. La Vida de Jesús (1863), del filólogo e historiador francés Ernest Renan , fue lectura de juventud de la mayoría de estos autores. Al lado del modernismo, estaba extendida la crítica bíblica de Harnack y la doctrina de la “muerte de Dios” de Nietzsche. En política y en ética fue grande la influencia de la ética kantiana, mejor dicho del socialismo inmanente a los neokantianos y a los krausistas, así como el anarquismo. La influencia de la filosofía de Nietzsche en todos los autores del 98, sobre todo en sus tiempos jóvenes, les llevará a un subjetivismo elitario y anarquista que intenta subordinar las exigencias de la razón a la vida: “Hemos vivido demasiado tiempo para grandes ideales vacíos, es hora de vivir para la vida”, este será el tema de nuestro tiempo, según Ortega y Gasset. La obra del filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936) La decadencia de Occidente (1918-1922) con su pesimismo cultural era muy conocida en aquel tiempo. La generación de Ortega intentará superar este pesimismo cultural con un forzado optimismo europeizante. Literariamente será El Quijote y los mitos españoles el tema central de los hombres del 98. Casi todos ellos han escrito comentarios al Quijote, nuevas interpretaciones del mismo o comentarios filosóficos: Unamuno, Azorín, Ortega.
Al llegar a este punto de las fuentes o influencias, que tuvieron los intelectales españoles de finales del siglo XIX y principios del XX, hay que hacer mención a la controversia entre generación del 98 y modernismo. ¿Modernismo frente a Grupo del 98? En el periodo que abarca los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, se dan a conocer en España una serie de autores importantes adscritos tradicionalmente a dos movimientos: el Modernismo y la Generación del 98. La crítica ha mantenido al respecto dos posturas encontradas. Para algunos, como Valbuena Prat, Pedro Salinas o Guillermo Díaz Plaja, Modernismo y Generación del 98 son dos grupos claramente diferenciados; para otros, como Juan Ramón Jiménez o Ricardo Gullón, Modernismo y 98 son una misma cosa, y representan la forma hispánica de la crisis de fin de siglo. Por otro lado hay quién defiende que, Modernismo y 98 tienen más elementos en común que diferencias. Los autores modernistas y los del Grupo del 98 pertenecen a una misma generación histórica y forman parte de un mismo fenómeno: el Modernismo, que, como movimiento cultural, trae consigo un nuevo clima estético, y en cuyo seno surge un grupo, el del 98, que, sin oponerse al anterior, presenta características propias. Así, mientras los precursores del Modernismo son poetas, los del 98 son ideólogos; mientras a los modernistas los mueve la búsqueda de la belleza, a los del 98, la verdad; mientras aquellos se declaran cosmopolitas, estos se sienten profundamente españoles; por último, si la literatura modernista es una literatura de los sentidos y la del 98 de las ideas. Sin embargo, es evidente que a ambos movimientos une la urgencia de derribar los viejos valores y la conciencia de desastre. (Manuel Suances Marcos. Historia de la filosofía Española Contemporánea. Ed. Síntesis, págs.208-215)
El siglo XX comienza con un pensador excepcional, D. Miguel de Unamuno (1864-1937), un pensador de una vigorosa personalidad, que desde su "destierro filosófico-académico" hace filosofía desde su cátedra de griego de la universidad de Salamanca, una filosofía agónica, un pensamiento en efervescencia, aguijoneador de la cultura abúlica y cesante. Frente a Unamuno, Ortega es el filósofo académico renovador, catedrático de metafísica de la universidad de Madrid desde 1911. Él fue el verdadero renovador de la filosofía académica de nuestro país y "el gran maestro de nuevas generaciones", como le llama Guillermo Fraile , maestro de maestros, él es el alma de la llamada "Escuela de Madrid" de filosofía, de la que forma parte una serie de profesores excepcionales como García Morente, Zaragüeta, Besteiro, Zubiri, Zambrano. Ellos eran ante todo maestros, profesores de filosofía.
La Generación del 98 estaba casi obsesivamente preocupada por lo que se llamó el "problema español", y de esta manera redescubrieron la belleza del sobrio paisaje castellano y desarrollaron una considerable renovación estilística evitando la característica retórica del siglo XIX. Algunos miembros de esta generación alcanzaron un renombre auténticamente universal, como es el caso del mencionado Miguel de Unamuno, el cual, en su Sentimiento trágico de la vida, anticipa las reflexiones y los temas básicos del existencialismo. También los intelectuales españoles de este período, sintieron con especial intensidad la influencia de la cultura europea y realizaron un esfuerzo notable para incorporar los avances más recientes. El filósofo Ortega y Gasset estudió en Alemania y trajo consigo a España muchas novedades del vitalismo contemporáneo. Fue el fundador de la "Revista de Occidente", una de las primeras publicaciones intelectuales de la Europa de entonces. Ramón Pérez de Ayala fue atraído por el espíritu liberal inglés y lo expresó en sus ensayos y novelas intelectuales que le permitieron gozar de un considerable prestigio en Europa. El ensayista y crítico de arte Eugenio d´Ors escribió en tres idiomas, catalán, español y francés, y fue uno de los renovadores de la crítica del arte barroco en Europa. Casi todos estos autores escribían habitualmente para periódicos, dando información y promoviendo la educación cultural. Ellos fueron los responsables de la renovación de la sensibilidad nacional, exponiéndola a la modernidad europea. http://sapiens.ya.com/apuntesweb2004/modernismoy98.htm.
Pareciera, que estos intelectuales del siglo XIX y XX, pusieron a España entre la vanguardia del pensamiento europeo, cuando la encrucijada histórica entre la modernidad y posmodernidad (“Crisis de la Modernidad”), empieza a fraguarse. Donde la razón ilustrada cede su predominio, ya que se dan revoluciones, preocupaciones sociopolíticas, sospechas y denuncias. Es también el siglo XIX un período de efervescencia científica; no sólo en cuanto a las ciencias naturales y formales, sino también en cuanto a las ciencias sociales, precisamente es el siglo del nacimiento de la sociología y psicología como ciencias. Es el siglo en el cual, justo en su mitad, se formó la teoría de la evolución, teoría que cambiaría el status de los humanos en el conjunto de la naturaleza y teoría, con pluralidad de implicaciones filosóficas.
Pero de todas estas características, ciertamente, la actitud de sospecha ante diferentes situaciones individuales y sociales, con las correspondientes denuncias, constituye una de las coordenadas más notorias de todo el siglo XIX. Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud han sido considerados los tres grandes maestros de la sospecha. Karl Marx (1818 -1883) sospecha del sistema económico capitalista. Sigmund Freud (1856-1939) sospecha de las explicaciones o justificaciones racionales y conscientes de nuestras actuaciones. Y por último Friedrich Nietzsche (1844-1900), sospecha de los valores dominantes en la cultura occidental, son valores que se proclaman, pero que ya no guían las vidas de las personas; son valores que ya no valen. Denuncia que la cultura occidental, ha tendido a negar la vida en beneficio de entidades abstractas o metafísicas, suprasensibles o platónicas. La expresión nietzscheana "Dios ha muerto" significa la muerte de las verdades absolutas que en épocas anteriores eran muy vivas e impulsaban o inspiraban la vida de las personas.
En estas circunstancias, se da en España una efervescencia filosófica y cultural, que representan el entrechocar y fructificar de dos de los mayores filósofos de la época moderna, cuales son Miguel de Unamuno y José Ortega. En ambos se da la preocupación por la condición del hombre, teniendo un acento diferente en cada uno de estos dos autores. Pareciera que el primero, se hace postmoderno, donde la razón ilustrada deja su predominio a la voluntad de vivir, a la fé a lo irracional; mientras que Ortega intenta salvar lo que de bueno tiene la razón ilustrada, aún reconociendo que por sí sola quedaría huérfana, por lo que le añade ese aspecto vital de las circunstancias que rodean el vivir del hombre.






2. MIGUEL DE UNAMUNO. EL FILÓSOFO QUE SE HACE CARNE.
Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), filósofo y escritor español, considerado por muchos como uno de los pensadores españoles más destacados de la época moderna. Nacido en Bilbao, Unamuno estudió en la Universidad de Madrid donde se doctoró en filosofía y letras con la tesis titulada Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca (1884), que anticipaba sus posturas contrarias al nacionalismo vasco de Sabino Arana. Su filosofía, que no era sistemática sino más bien una negación de cualquier sistema y una afirmación de "fe en la fe misma", impregna toda su producción. Formado intelectualmente en el racionalismo y en el positivismo, durante su juventud simpatizó con el socialismo, escribiendo varios artículos para el periódico El Socialista, donde mostraba su preocupación por la situación de España, siendo en un primer momento favorable a su europeización, aunque posteriormente adoptaría una postura más nacionalista. Esta preocupación por España (que reflejó en su frase "¡Me duele España!") se manifiesta en sus ensayos recogidos en sus libros En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), donde hace del libro cervantino la expresión máxima de la escuela española y permanente modelo de idealismo, y Por tierras de Portugal y España (1911).
También son frecuentes los poemas dedicados a exaltar las tierras de Castilla, considerada la médula de España. Más tarde, la influencia de filósofos como Arthur Schopenhaner , Adolf von Harnack o Sören Aabye Kierkegaard , entre otros, y una crisis personal (cuando contaba 33 años) contribuyeron a que rechazara el racionalismo, al que contrapuso la necesidad de una creencia voluntarista de Dios y la consideración del carácter existencial de los hechos. Sus meditaciones (desde una óptica vitalista que anticipa el existencialismo) sobre el sentido de la vida humana, en el que juegan un papel fundamental la idea de la inmortalidad (que daría sentido a la existencia humana) y de un dios (que debe ser el sostén del hombre) son un enfrentamiento entre su razón, que le lleva al escepticismo y su corazón, que necesita desesperadamente de Dios. Aunque sus dos grandes obras sobre estos temas son Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cristianismo (1925), toda su producción literaria está impregnada de esas preocupaciones. (Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía. Volumen II. Págs. 506-508. Ed. Herder, Barcelona, 1978).
Unamuno escribió sobre las pasiones del hombre, sobre todo en sus novelas, en las cuales hay un sentimiento de angustia que muchos han identificado con la angustia existencialista del individuo moderno. La angustia también se manifiesta en su poesía. En ella se expresa el dolor, el sufrimiento, el espejo del alma que duda, que vacila y que recuerda aunque a veces es posible ver el lado juguetón (lúdico) y experimental de su verso. En el libro Amor y pedagogía se ve las preguntas que se plantean sobre la existencia de vida después de la muerte. Don Fulgencio compara la vida con una tragicomedia, habla sobre el papel que nos ha dado Dios y sobre qué puede haber después “Hay quien cree que repetimos luego la comedia en otro escenario, o que, los cómicos de la legua viajantes por los mundos estelares, representamos la misma luego en otros planetas; hay también quien opina, y es mi opinión, que desde aquí nos vamos a dormir a casa” (Amor y pedagogía. Capítulo 4, página 77).Haciendo suyo las preocupaciones que ya Pedro Calderón de la Barca había plasmado en novelas filosóficas, como”El Gran teatro del mundo” o La vida es sueño” -el soliloquio de Segismundo en el Acto II de -.
Es un tópico preguntar si hay o no concepción filosófica en Unamuno. Esto proviene de una exigencia de rigor y universalidad en el pensamiento filosófico que no encontramos en este autor, tal como lo refleja Gonzalo Fernández de la Mora: “Y Unamuno, extravagante y contradictorio, vivió en permanente y angustiosos debate con el problema de su propia inmortalidad, sin desembocar no ya en esquema mínimo de afirmaciones básicas coherentes, sino ni siquiera en una respuesta rotunda a las grandes interrogaciones de su existencia: la supervivencia y Dios”( Filósofos españoles del Siglo XX. Fernández Gonzalo de la Mora. Ed. Planeta, 1.987. pág.95). Pero desde la perspectiva contemporánea, o al menos desde la ruptura que supone Nietzsche frente a la idea anterior, Unamuno cumple con el ideal de compromiso con la vida, con el hombre concreto e individual que encuentra o, al menos, busca repuestas ante los acontecimientos y experiencias de la existencia. Por lo tanto, podemos decir, que desde el concepto de filosofía tradicional, no es el pensamiento de Unamuno filosófico, ni universal, porque apuesta por el individuo, ni riguroso, porque comprende que la existencia del individuo es contradictoria. Sin embargo, podemos añadir una característica en el pensamiento de Unamuno, que le asemeja a la filosofía tradicional, o al menos clásica. La auténtica filosofía emana de la capacidad de asombro, ante lo que se presenta como inexplicable; es siempre problemática. Unamuno intentó toda su vida clarificar el misterio de la existencia humana, con un afán problematizante, y, originalmente, desde un punto de partida a-filosófico o pre-filosófico: la razón no determina el pensar, sino que está determinado por el sentimiento. "Sentir es más radical que pensar, pues no basta pensar, hay que sentir nuestro destino" (Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Pág.21). Por lo que, la filosofía de Unamuno se centra principalmente en el conflicto interior entre la necesidad de la fe y la razón que la niega. Afirma que necesitamos creer que después de la muerte hay algo más, que de una u otra forma depende de un ser superior que dictamina las formas, en consecuencia, la filosofía de Unamuno está muy localizada en la fe religiosa y en Dios. Por lo que vamos ha introducirnos en sus dos obras más puramente filosóficas. La agonía del cristianismo (1925), -de forma testimonial- no apareció en castellano hasta 1931, reproduciendo en gran parte de lo expuesto en "Del sentimiento trágico de la vida"(publicado en 1912), pero en forma más concreta, más improvisada, más densa y más cálida, donde se muestra la lucha contra la agonía. En Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo desarrolla tres ideas básicas: el miedo a la muerte, la necesidad de creer en Dios y la certeza racional de que Dios no existe. Recuérdese que La agonía del cristianismo es, a su vez, una especie de compendio quintaesenciado de Del sentimiento trágico de la vida, donde Unamuno expone su idea de que el agonismo es inherente al cristianismo en la modernidad, esto es, de que existe un "abrazo trágico entre la fe cristiana y la cultura" (Pedro Cerezo Galán, Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno, Madrid, Editorial Trotta, 1996, pp. 651)
En Del sentimiento trágico de la vida (1913), se aborda el problema existencial del ser humano y la inmortalidad del alma, desde una reflexiva conciliación entre el significado de la fe o el sentimiento y el escenario de la razón o el conocimiento. Bajo la influencia de Søren Kierkegaard y de San Ignacio de Loyola , entre otros, hace una profunda incursión en la problemática existencial del hombre contemporáneo, distanciándose radicalmente del Motor Inmóvil aristotélico y afirmando la necesidad espiritual de creer en un Dios personal, esto es, en Jesús de Nazaret. La base del sentimiento trágico de la vida es la paradoja entre el vivir y el conocer, ya que "todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital."(Miguel de Unamuno y Jugo. Del sentimiento trágico de la vida. Ed. B, Barcelona 1.988. Pág. 39) La vida en sí es una paradoja, y la persona se contradice a sí misma. Unamuno se consideró "un hombre de contradicción y de pelea [. . .] uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida."(Del Sentimiento. UNAMUNO M. Pág. 249). En más de una ocasión el angustiado escritor declaró que "la paz es mentira." Identificó la vida con la agonía, entendida ésta en el sentido etimológico de "lucha." Así en la Agonía del Cristianismo expresa: “El modo de vivir, de luchar por la vida y vivir de la lucha, de la fe, es dudar […] ¿Y que es dudar? Dubitare contiene la misma raíz, la del numeral duo, dos, que duellum, lucha. La duda, más la pascaliana, la duda agónica o polémica, que no la Cartesiana o duda metódica , la duda de vida –vida de lucha-, y no de camino –método es camino-, supone la dualidad del combate”. (La Agonía del Cristianismo, Miguel de Unamuno. Ed. Espasa Calpe, Madrid, 2.008 pág.83). Estas preocupaciones son manifiestas en Del Sentimiento, en el que Unamuno explica que tanto el sentimiento como la razón definen al individuo: "El más trágico problema de la filosofía es el de conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas y con las volitivas." (M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida. pág. 118.)

La tragedia -“que en el teatro griego, presentó conflictos generalmente fatales para los protagonistas, con el objeto de sacudir y conmover al espectador a fin de hacerlo reflexionar sobre el destino humano”-, no es sólo un sentimiento, sino también una visión de lo real canalizable como pensamiento. Del conflicto real entre lo limitado y lo ilimitado, entre forma y caos. Del conflicto creador y destructor gobernado por el azar, no por la ley. Del juego creador y no de imitación de modelos que duplican el mundo. Y creador de formas, es decir, de los límites que definen y redefinen las formas en el juego. De la visión cismundana-la que nos rodea- de la vida, y, por ello, sensible a su límite: la muerte. Del Gozo y el Dolor compañeros de la vida y de la muerte. Pues bien, y según ello, ¿cuál es la tragedia de la vida según Unamuno? Pero más aún, ¿cuál es la tragedia del hombre, de carne y hueso? Es el descubrimiento de la muerte: “Que es el que hace entrar a los pueblos, como a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento trágico de la vida, que es cuando engendra la humanidad al Dios vivo. El descubrimiento de la muerte es el que nos revela a Dios y la muerte del hombre perfecto, del Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que no debía morir y murió”. (Del sentimiento. Pág. 65) Detengámonos a analizar la obra. El texto se estructura en tres partes (11 capítulos) rematados en una conclusión: la primera presenta y define el sentimiento trágico, la segunda profundiza en el abismo de la contradicción, y la tercera extrae las consecuencias éticas de la misma.

El sentimiento tiene un sujeto: el hombre de carne y hueso. Un objeto: la pervivencia inmortal de ese hombre singular. Y un horizonte que garantice dicha pervivencia: Dios. ¿Qué es, pues, ese hombre de carne y hueso? Según Unamuno, no es el hombre universal sino cada hombre singular, y sólo éste, dice: “Es el sujeto y el supremo objeto de toda filosofía, quiéranlo, o no, ciertos sedicentes filósofos (...). No son nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas sino que es nuestro optimismo o pesimismo, de origen filosófico o patológico quizás (...) el que hace nuestras ideas. El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental.
La base emotiva, y no reconocida, del pensamiento, es un hecho inocultable incluso entre los grandes pensadores: Kant, por ejemplo, ha de dar un salto significativo desde la Crítica de la Razón Pura a la de la Razón Práctica, es decir, desde el análisis crítico de la realidad substancial, y particularmente de la divina, hasta su postulación como garantía de la inmortalidad del alma, sobre la base del hecho moral indiscutible, salto que está ya en germen en la noción luterana de la fe. Y Spinoza dice que cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en el ser, esfuerzo que no es otra cosa que su misma esencia actual. Así, dice Unamuno, la esencia singular, tuya y mía, no es sino el conato que tú o yo ponemos en seguir siendo humanos, en no morir. Lamentablemente, apunta, este pobre judío no pudo llegar a creer nunca en su inmortalidad y toda su filosofía no fue sino una consolación de su falta de fe” (Del Sentimiento. O.C, pp. 7-13.).

Cuando Unamuno habla de unidad y continuidad como principios de determinación del ser humano, se refiere al ser singular de carne y hueso, a quien corresponde y afecta el hambre de ser o apetito de divinidad, más allá de toda posible ruptura racional de la unidad y continuidad humanas, es decir, más allá de la evidencia racional de su disolución mortal. Lo cual nos pone en el umbral de una gran contradicción. Dice Unamuno: “¿Contradicción? ya lo creo! ¡La de mi corazón, que dice sí y mi cabeza que dice no! (...). ¡Contradicción!, ¡naturalmente! Como que sólo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción (...). Y no sirve hablar de hombres sanos e insanos. Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más, el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad” (Del Sentimiento. o. c., p. 18-22.)

El texto sigue con una fuga hacia delante. Unamuno se anticipa a la objeción: el conflicto entre cabeza y corazón es contradicción. Pues bien, no la lamenta sino que hace de la contradicción virtud: “ella es el motor de nuestra vida contra toda esperanza. ¿Enfermedad? ¿Y qué es la salud? ¿O por qué ha de consistir en la alegría? Así la vida es tragedia, que es contradicción, que es enfermedad” (Del Sentimiento. o. c. p. 18.). La coartada de la enfermedad para dar cuenta de la anomalía humana es frecuente desde finales del siglo XIX. Es el caso de Alsberg , discípulo de Schopenhauer, que explica la aparición del espíritu como sustitutivo de la deficiente adaptación orgánica del ser humano; o de Frued y Adler, que acuden a los conceptos de sublimación y supercompensación respectivamente, para afrontar el handicap de la represión y la deficiencia orgánica; o de Ortega y Gasset, que da cuenta del extrañamiento humano en la naturaleza como enfermedad, míticamente explicada como producto de una rara transformación: “la de un animal cuya hipertrofia cerebral, de origen tóxico, acarrea la hiperfunción cerebral que hace posible la interiorización imaginativa y reflexiva, creadora de la técnica y, con ella, del bienestar. La salvación del hombre no se debe a su arrojo prometeico sino a su postración generadora de artificio, que le da poder pero le incapacita para la feliz adaptación”. (ORTEGA Y GASSET, J.: El mito del hombre allende la técnica, en Meditación de la técnica y otros ensayos. Madrid, Alianza, 1995, pp. 99-108).

En Unamuno hay también una doble explicación mítica: por una parte, el pecado original, con su expulsión del paraíso, trajo consigo la muerte, el trabajo y el progreso, gracias a la mujer. Y, por otra, parecida a la de Ortega, una enfermedad de adaptación obligó a un antropoide a erguirse y desarrollar su cerebro. “Trágica enfermedad que nos abre el apetito no natural de conocer por el gusto mismo de conocer, por el deleite de probar la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal” (Del Sentimiento. O.C, Pág27). El conocimiento, que en el animal tiene una sana función autoconservadora, se convierte, en el hombre cerebrado, en lujoso, excesivo afán de saber por saber, pervirtiendo nuestra tendencia conservadora espontánea en exigencia enfática de una problemática ultraconservación eterna. La conciencia ha de cerrar con extraordinario esfuerzo lo que ella misma ha abierto como peligroso abismo natural. La razón consciente nos convierte en mortales, y el deseo vital nos catapulta a la inmortalidad. ¿Deseo? ¿Qué deseo? Dice Unamuno: “Quiero ser yo, y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo es ser todos los demás. ¡O todo o nada! (...). Lo que no es eterno tampoco es real... ¡Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser, ser de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre! ¡Ser Dios”! (Del Sentimiento. O.C, pp. 44-45.)

Cobra forma, cada vez más visible, el fondo trágico del pensador sintiente: la enfermedad esencial del hombre es sorprendentemente lo que constituye su salud: la hichazón espiritual le acicatea hacia el oasis de perfección que pueda calmar su sed. La simple “joie de vivre” hedonista no es sino el pobre goce de la vida que pasa y no queda. O eternidad o tiempo. O eternidad o nada. En el texto se advierte que de la avidez ontológica de serlo todo se desciende a la antropológica de ser todos los demás, con lo que la noción de inmortalidad adolece de una cierta vaguedad cualitativa, aún más notable al encogerse en su sombra inmortal de nombre y fama de que habla a continuación, que impulsa a los humanos a la lucha por la supervivencia singular en el tiempo. “El deseo, observa Ferrater, el hambre y anhelo de inmortalidad, oscila entre un máximo y un mínimo. El máximo es serlo todo siendo a la vez uno mismo. El mínimo es subsistir y sobrevivir sin que importe cómo ni hasta cuanto... Algo más bien que nada” (FERRATER MORA, J.: Unamuno. Bosquejo de una filosofía. Madrid, Alianza, 1985, p. 61.)

El deseo, que no reconoce límites, se expande al infinito, entrando en contradicción consigo mismo como deseo singular. Es centrífugo y centrípeto al tiempo, doloroso y gozoso como puro deseo, racional e irracional; una línea tensa sin desarrollo posible, una línea que coincide con el punto, como el inmóvil Aquiles de Zenón de Elea . Es pasión inútil. Quiere salvar la vida de sus límites en otra de infinitas dimensiones que es irrepresentable. ¿Quiere Unamuno vivir o “salvar los muebles” de esta vida? ¿No es acaso bizqueo del espíritu atender al presente obsesionado por negarlo? ¿No parece esto, más bien, un sinvivir, una tortura, que parafraseando a Santa Teresa de Jesús, diríamos “Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero” . Del problema se han ocupado los teólogos. Unamuno contrasta las posiciones de católicos y protestantes. Éstos centran su atención en la justificación moral -recordemos a Kant-, que en el luteranismo requiere el fundamento de la fe, quedando en la penumbra la promesa escatológica de la inmortalidad, a favor de una religiosidad estética, ética y cultural. Los católicos, en cambio, creen directamente en la vida inmortal que el confesionario vuelve accesible, pero no se sienten seguros sin el apoyo de una razón demostrativa de la inmortalidad y la existencia de Dios: “Porque lo específico religioso católico es la inmortalización y no la justificación al modo protestante. Esto es más bien ético. Y es en Kant, en quien el protestantismo, mal que pese a los ortodoxos de él, saco sus penúltimas consecuencias: la religión depende de la moral, y no ésta de aquella como con el catolicismo”. (Del Sentimiento. O.C, pp.70). Aquéllos sostienen la razón con la fe y éstos la fe con la razón. En ambos casos, el salto existencial entre una y otra queda arruinado. Los filósofos no armonistas han disuelto racionalmente cualquier expectativa escatológica. Es el caso del fenomenista Hume, que mina la pretensión de un yo substancial y perdurable más allá del ramillete de fenómenos que lo describen.

Y el del racionalismo, en amplio sentido, que es forzosamente materialista, según Unamuno, ya que conduce al monismo –“tanto da que todo sea idea como que sea materia o fuerza”- (Del Sentimiento. O.C, pp.70), oponiéndose al dualismo diferenciador entre conciencia y materia. La razón es monista, y, en su versión panteísta, pretende salvar la inmortalidad con la vuelta del individuo al Dios originario, lo cual en nada ayuda a nuestro anhelo de supervivencia personal. La razón tiende a la igualdad y a la muerte. Es antivital y esencialmente escéptica. Tras la serena razón de Lucrecio, o tras la beatitud intelectual del «pobre judío» Spinoza, late la más desoladora desesperación trágica. “Incluso el «pobre» Nietzsche, fingiéndose hipócritamente alegre, cuando no estaba menos desesperado que el otro pobre, inventa matemáticamente aquel remedio de inmortalidad del alma que se llama la vuelta eterna y que es la más formidable tragicomedia, o comitragedia, pero que revela hambre de inmortalidad, eso sí, concreta y temporal. Tragicomedia del nietzscheano «león que se ríe», pero de rabia, porque no acaba de consolarle eso de que ha sido ya el mismo león y volverá a serlo (Del Sentimiento. O.C. Pág. 101). Unamuno se queda en la versión cosmológica de la vuelta como repetición de lo mismo. No ve el retorno como voluntad afirmativa de lo que merece volver. Lo que parece reprimir es el retorno indefinido de lo efímero.

En la segunda parte del texto desciende al fondo del abismo: “Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo, pero la razón, procediendo sobre la verdad misma (...) logra hundirse en un profundo escepticismo. Y en este abismo encuéntrase el escepticismo racional con la desesperación sentimental, y de este encuentro es de donde sale una base -¡terrible base!- de consuelo (...). La paz entre ambas potencias es imposible y hay que vivir de su guerra. Y hacer de ésta la condición de nuestra vida espiritual” (Del Sentimiento. O.C. Págs. 105-108.) Cada potencia vive la muerte de su contraria, se afirma en lo que niega. La paz es imposible. La razón compromete la certeza de la fe, pero descansa la fe en la razón. Y la fe rechaza la seguridad escéptica de la razón, pero necesita lógica argumentación. Certeza absoluta y duda absoluta nos están igualmente vedadas. Y añade Unamuno: “De este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo nace la santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo. La certeza absoluta de que la muerte es un completo e irrevocable anonadamiento de la conciencia personal, (...) o la certeza absoluta de que nuestra conciencia personal se prolonga más allá de la muerte (...) ambas certezas nos harían igualmente imposible la vida”(Del Sentimiento. O.C, pp. 118). Parafrasea Ferrater: “De haber supervivencia tras la muerte, sería una lucha contra la amenaza constante de muerte. Sin dicha «agonía» la idea de inmortalidad sería intolerable, caso de ser concebible. La propia idea de perdurar en el infierno no es menos angustiosa que la de una muerte eterna, aunque esté disfrazada de una eterna y adormecedora bienaventuranza (...). El ideal unamuniano (...) parece ser el de una especie de purgatorio eterno, donde el sufrimiento y la ansiedad se entreveran con la bienaventuranza y la esperanza (...). En último término, la vida verdadera es esta vida; el resto es silencio, o acaso mera literatura. Lo único que se puede deplorar es que esta misma vida no sea eterna. Por tanto, la inmortalidad que ansiamos es una «inmortalidad fenoménica” (. FERRATER MORA, J.: O. C., p- 69).
¡Contradictoria incertidumbre salvadora que compromete la anhelada llegada a la eternidad real! Unamuno rechaza la mortal certeza, tanto de la vida efímera como de la eterna. Quiere la incertidumbre indefinida, luego esta misma vida más allá de sí misma; no al modo circular del eterno retorno, que sería tan sólo una muerte redonda, sino rompiendo el límite del tiempo. Y, sin embargo, la conciencia es conciencia del límite llamada a proyectarse en la conciencia universal, en la persona divina que salve al universo del sinsentido. No el Dios -Substancia de la teodicea, que es tan sólo una hipótesis, sino el Dios- Existencia, o más bien Sobreexistencia, que sustenta nuestra existencia. El hombre y Dios se existen mutuamente. Se conduelen. Y de este anhelo eterno surge la esperanza en un Dios que garantice la existencia. La fe no es previa sino posterior a la esperanza. No es creer lo que no vemos sino crear lo que no vemos. La fe es creadora de Dios porque espera en Él. No se cree en lo que es sino como garantía de lo que será. Por ello, la fe o es confianza o es dogma. No es afecto, inteligencia o voluntad, que recaen en lo dado, sino algo previo, pre-voluntad, un querer creer, o querer crear lo que previamente se ama. -La escolástica clásica (Tomás de Aquino) afirmaba "Nihil volitum quin praecognitum"(Nada es deseado sin ser antes conocido). Unamuno invierte los términos y dice "Nihil cognitum quin praevolitum"(Nada es conocido sin ser antes deseado)-. (Del Sentimeinto. O.C. pp. 135 y 136). Para Unamuno el hombre no es un animal racional sino un ser anhelante, un animal angustiado. El amor, dice Unamuno, tiende siempre al porvenir, pues que su obra es la obra de nuestra perpetuación: “lo propio del amor es esperar y sólo de esperanzas se mantiene. Y así que el amor ve realizado su anhelo, se entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que tendía (...) que su fin está más allá, y emprende de nuevo tras él su afanosa carrera de engaños y desengaños por la vida (...). ¿Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que despierta y enciende nuestro amor por ellas, o es nuestro amor a las cosas lo que nos revela lo bello, lo eterno de ellas? ¿No es acaso la belleza una creación del amor lo mismo que el mundo sensible lo es del instinto de conservación y el suprasensible del de perpetuación?”(Del Sentimiento .O.C. pp. 177 y 180).
La dogmática habitual cree ante todo en lo que fue. El tiempo vital de Unamuno no es el pasado teológico ni el presente hedonista sino el futuro como vector de la esperanza. El ahora no es, en rigor, otra cosa que el esfuerzo del antes por hacerse después, por hacerse porvenir. Y el amor se nutre de esperanza, pues su fruto es el de la perpetuación. Se nutre de futuro, frustrado de presentes. Consiste en lo que aún no es, ni podrá ser nunca. Ansia futurizada. Desesperado afán. Amor platónico creador de belleza, esto es, de eternidad. Pero, « ¿se puede ser feliz sin esperanza?», se pregunta Unamuno. El equívoco es claro: todo goce, saber y poder caben en ella, y, sin ella, dejan de ser. No hay más allá. Se espera pervivir, pero sin muerte, ni males ni el tedio de esta vida. Se quiere vida eterna, pero cambiante, como toda vida. Y vida del espíritu, pero deleitosa, lo cual requiere cuerpo. Gozo sí, pero sin extravío. Se espera en esta vida retocada, vida aporética , es decir, una vida donde surgen contradicciones o paradojas irresolubles.

En la tercera parte de la obra, el autor extrae las consecuencias ético-prácticas de la agónica contradicción: la desesperación es la base de una nueva moral, tanto más auténtica cuanto que carece de la seguridad de un mundo eterno. Su imperativo categórico es: “Obra de modo que merezcas, a tu propio juicio, y a juicio de los demás, la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. Y aclara, mediante palabras de Sénancour : “El hombre es perecedero. Puede ser, mas perezcamos resistiendo, y, si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que esta nada sea una injusticia”. Y precisa: Sí, merece eternizarse todo, hasta lo malo mismo, pues lo que llamamos malo, al eternizarse, perdería su maleza, perdiendo su temporalidad. Que la esencia del mal está en su temporalidad, en que no se enderece a fin último y permanente” (Del Sentimiento. O.C. Págs.252-253).

Es pesimista quien acepta que todo debe hundirse, aunque no se hunda nada. Unamuno declara que nada debe hundirse, aunque todo se hundiera. Su imperativo formal tiene música kantiana, pero letra agonista. La diferencia es clara: Unamuno incluye en la fórmula lo que Kant considera mero postulado del orden moral: la exigencia de eternidad. Es, pues, un imperativo escatológico-moral. Y lo que para Kant es camino infinito de perfección, para Unamuno es fruto del deseo. El nervio moral en Kant es la universalización como norte debido de la conducta. En Unamuno la singularización merecida universalmente. ¡Sé singular, no seas ramplón, merece ser eterno! Y si en Nietzsche sólo lo efímero merece ser eterno, en Unamuno sólo lo efímero es en sí ya malo, si no aspira a ser siempre. Ésa es la tarea moral. Se merece porque se espera, no se espera porque se merezca. Lo merece quien, como dice, cumple con su oficio y vocación, no por sí mismos sino por “sellar a los demás con su sello, por perpetuarse en ellos (...) la más fecunda moral es la moral de la imposición mutua”. Y precisa: “Entrégate pues a los demás, pero, para entregarte a ellos, domínalos primero. Pues no cabe dominar sin ser dominado, cada uno se alimenta de la carne de aquél a quien devora. Para dominar al prójimo, hay que conocerle y quererle. Tratando de imponerle mis ideas es como yo recibo las suyas. Amar al prójimo es querer que sea como yo, que sea otro yo (...) es querer borrar la divisoria entre él y yo; suprimir el mal (...) es lo que da sentido religioso a la colectividad, a la solidaridad humana (...) la verdadera moral religiosa es, en el fondo, agresiva, invasora (...) Porque la caridad verdadera es invasora y consiste en meter mi espíritu en los demás espíritus, en darles mi dolor como pábulo y consuelo a sus dolores (...) en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de Él (...) en despertarlos en la zozobra y el tormento del espíritu”. (Del Sentimiento. O.C. Págs.265-269) Avidez y voracidad, una vez más. Me pregunto cómo preservar la conciencia singular que deseamos perennizar. ¿Son compatibles la agresión y el respeto? El amor suprime la diferencia, la devora. ¿O acaso no es singular quien quiere sino quien puede? Contra el principio anarquista “ni Dios, ni amo”, el unamuniano, “todos dioses y amos”. Luchando por la inmortalidad unos con otros. La guerra, dice Unamuno, “es escuela de fraternidad y lazo de amor” (Del Sentimiento. o. c., pp.266). Es la condición de nuestra vida espiritual. Y el héroe de esta moral es D. Quijote, interpretado, no al modo erasmista de Américo Castro, como el loco de la razón, sino al modo medieval, como el loco de la cruz, que no se resigna a la verdad, al arte o a la moral. ¿Por qué peleó D. Quijote? se pregunta. “Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por sobrevivir” (Del Sentimiento. o. c., pp.307). Y contra el Renacimiento, la Reforma y la Revolución modernas. Exclama Unamuno: “Don Quijote pelea contra esta Edad Moderna que abrió Maquiavelo y que acabará cómicamente. Pelea contra el racionalismo heredado del siglo XVIII. La paz de la conciencia, la conciliación entre la razón y la fé, gracias a Dios providente, no cabe… ¡Romanticismo! Sí, acaso sea ésa, en parte, la palabra. Y nos sirve más y mejor por su imprecisión misma. Contra eso, contra el romanticismo, se ha desencadenado recientemente, sobre todo en Francia, la pedantería racionalista y clasicista. ¿Que él, que el romanticismo, es otra pedantería, la pedantería sentimental? Tal vez (...) El caso es buscar consuelo en el desconsuelo” (Del Sentimiento. o. c., pp.309-310).

Por muchas razones Unamuno es un autor muy difícil de caracterizar con un solo rasgo si se le enfrenta con una sola realidad. Sin embargo, se pueden destacar los siguientes puntos de su propuesta filosófica: El interés de Unamuno está centrado preferentemente en la identidad individual y en los ideales de la sinceridad y la honestidad con uno mismo. La filosofía tiene que dar expresión al sentido de la existencia humana y responder a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida. El sentimiento de la existencia engendra una actitud íntima y una acción; es la causa de aquella concepción. La verdad, en la medida que da impulso a la vida, tiene que estar subordinada a ella. La vida es el auténtico criterio de verdad y «no la concordia lógica», que lo es sólo de la razón. En cuanto a Dios y la existencia, la solución más atractiva a los problemas de la existencia humana es la esperanza en la vida eterna, que se expresa en el «hambre de inmortalidad» y el «hambre de Dios». Ninguna de las dos puede ser satisfecha por la razón, sino únicamente por la fe creadora de su propio objeto. Por lo que la fe unamuniana se caracteriza, por carecer de las características dogmáticas del catolicismo tradicional, por tratarse de una activa confianza desesperada en la potencia de la imaginación, y por último, la fe en la inmortalidad no viene de afuera y responde a una necesidad vital y existencial. Y en cuanto a la subjetividad, las conclusiones que se desprenden de su tratamiento de la subjetividad son: La dimensión más importante del hombre es su individualidad concreta frente al hombre genérico. El hombre se hace universal perseverando en su ser.

Podríamos concluir diciendo, "la filosofía de carne y hueso", va más allá del pensamiento de distintos filósofos ubicados en la corriente de la filosofía existencialista , para remontarse a una propuesta frente al conocimiento que pretende reflexionar, hacer filosofía, a partir de los problemas más acuciantes del ser humano, del hombre concreto, y dar respuestas a los grandes dilemas de la vida. Es filosofía de carne y hueso, porque implica partir de la propia humanidad, del propio conflicto individual, que es también el problema de todo hombre y mujer. Es el intento de hacer una filosofía conectada con el problema de la muerte, el sentido de la vida, el paso del tiempo, el sufrimiento, la angustia. Una filosofía que sabe de los límites de la razón, y que la vida es un fenómeno complejo, contradictorio e irracional, ya que excede los límites del raciocinio. Que exige de los filósofos pasión, un compromiso más allá de lo libresco, que propone, más que un sistema, una respuesta y una apuesta individual que ayude a vivir, a comprender y hacernos partícipes de nuestro destino. Unamuno no se queda en un autor noventayochista y en un creador literario, sino que posee a si mismo un sistema de pensamiento que ha de ser inventariado en el todo de la cultura española del siglo XX.
http://e-spacio.uned.es/fez/eserv.php?pid=bibliuned:Endoxa-1996422D4AB8-6386-4ADD-61BE-C62963CE8B4D&dsID=unamuno__aportacion.pdf.


3. JOSÉ ORTEGA Y GASSET: VITALIZACIÓN DE LA RAZÓN.

La vida y la obra de don José Ortega y Gasset , no pueden ser entendidas, tanto en sus años de presencia como en los de ausencia de España, sin tener en cuenta las circunstancias españolas de la primera mitad de siglo. Como él mismo dijo: “Lo que yo hubiera de ser tenía que serlo en España, en la circunstancia española” (Obras Completas VI, 348). Nació Ortega en Madrid, en mayo de 1883, Alfonso XII regía en España en plena Restauración, Gladstone gobernaba Inglaterra bajo la reina Victoria, y Bismarck dictaba los destinos de Alemania. Fue aquel el año en que murió Wagner, en que Dilthey publicó su magnum opus, y Nietzsche encendió la llamarada de su Así hablaba Zaratustra. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid el año 1904, se traslada después a Alemania –«huyendo del achabacanamiento de mi patria, como un escolar medieval»–, afincándose al cabo espiritualmente en Marburgo, donde oye a Cohen y a Natorp. El idealismo lógico, sedicente neokantiano, será el nivel histórico desde el que y contra el que va a ir haciéndose y definiéndose la filosofía de Ortega. Vuelto a España, gana en 1910 la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid, que ejercerá ininterrumpidamente hasta su salida de España en 1936, junto con una plural actividad pública. http://www.filosofia.org/enc/ece/e40620.htm.
La obra filosófica de Ortega y Gasset, carece de una única problemática, sobre la cual se centre toda su producción y evolución de su pensamiento, sino que hay un desarrollo del mismo, según nos situemos en sus orígenes o bien ya en su madurez como filósofo, por ello, al contario que Unamuno que nos hemos centrado en una obra filosófica “El sentimiento trágico de la vida”; con Ortega Y Gasset, hemos de ir bosquejando su extensa obra, para ir destilando sus líneas maestras. Su filosofía se popularizó en torno a la expresión "yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí", publica en “Las Meditaciones del Quijote” (1.914) (Ortega y Gasset, J., Obras Completas 1 (Meditaciones del Quijote pág. 322.), donde plasma su pensamiento filosófico de clara influencia kantiana y sus reflexiones sobre el hecho artístico -ampliadas en 1925 con la publicación de La deshumanización del arte-. ¿Pero en qué consiste esta filosofía? La filosofía dominante entonces era el idealismo. El idealismo había partido del primer descubrimiento cartesiano, continuando naturalmente después hasta 1928 o 1929, y se pensaba que la realidad verdadera no son las cosas -como pensó el realismo-; que la realidad verdadera son las ideas, las ideas, lo que yo pienso, la conciencia en definitiva: “De la cual resultaba que se descubría unas veces al pensar como un resultado del ser – y esto era el realismo- y otras viceversa, se mostraba que la estructura del ser procedía del pensar mismo – y eso era idealismo”-(Ortega y Gasset. ¿Qué es filosofía?pág.100). Y esta es justamente la filosofía europea hasta entonces. Y la forma más refinada precisamente del idealismo, que supera el positivismo, que supera el psicologismo, es la de Husserl: la fenomenología . Y entonces se descubren los objetos ideales: los números, las figuras, las especies; lo que no es real, lo que no tiene realidad precisamente porque se ha eliminado el problema de la realidad. La lógica pura. Y entonces empiezan a proliferar objetos, objetos ideales y el mundo se enriquece enormemente. Este va a ser el punto de vista. Pero no olvidemos que se trata de la conciencia pura. La conciencia, dirá Husserl , es lo absoluto. Él dice "lo relativo a nada". Ortega pensará que esto no es así, que esto no puede ser, que la conciencia no es realidad, que la conciencia es justamente el estar con-migo. Y Ortega dice, y es la tesis que formula en el primer libro Meditaciones del Quijote, y que es un resumen de su pensamiento filosófico -elevada por él del plano biológico al ontológico, de la que diría años más adelante, al echar una ojeada retrospectiva en el prólogo a sus Obras, que condensaba «en último volumen» su pensamiento filosófico (O.C. VI, 347)-, y lo resume prodigiosamente: “yo soy yo y mi circunstancia.” Y añade: “y si no la salvo a ella, no me salvo yo.” Es decir, los realistas pensaban que la realidad son las cosas. Los idealistas piensan: la realidad es idea: yo, la conciencia. Pero Ortega no se limita a decir: No, no es eso; las cosas solas no, yo no sé nada de ellas, yo no sé nada de las cosas si no soy testigo de ellas... Pero el yo tampoco: yo no estoy nunca solo. ¡Ah, este es el gran error del idealismo! Yo estoy siempre con las cosas, con unas o con otras; yo cambio, yo estaba hace un rato en mi casa, ahora estoy delante del ordenador y varios libros. Sí, sí, pero estoy siempre con algo. No, yo solo nunca estoy. Y además hay una parte, una parte que me ha acompañado desde mi casa, este cuerpo, esta mente, realidad psíquica, que no me ha abandonado. Pero no solamente esto; Ortega no se limita a decir: yo y las cosas, yo y mi circunstancia -y circunstancia es todo lo que me rodea, todo lo que encuentro o puedo encontrar. Es que dice: yo soy yo y mi circunstancia: ¡esto es lo decisivo! La realidad, la realidad a que él llamará la realidad radical, la realidad con la cual me encuentro, con la cual tengo que habérmelas es yo y mi circunstancia, yo con todo lo que me rodea, con todo lo que me encuentro. No es que esté yo con ello, es que soy eso, es que mi realidad consiste en eso, es que mi realidad incluye todo lo demás, incluye el mundo en cuanto circunstancia. “El nuevo hecho o realidad radical es <>, la de cada cual. Intente cualquiera hablar de otra realidad como más indubitable y primaria que esta y verá que es imposible”. (Ortega y Gasset. ¿Qué es filosofía. Pág.232).
El problema es mucho más profundo que lo anterior, a un nivel mucho más radical. No es yo entre las cosas, es yo con las cosas, yo haciendo algo con ellas, porque vivir es hacer algo. Por eso la realidad radical es vida, es mi vida; no la vida en general, que es una teoría, es la vida de cada uno, la mía, la de cada uno de nosotros, cuando decimos: "mi vida": “¿Qué es esto? Es, sencillamente, que la realidad primordial, el hecho de todos los hechos el dato para el Universo, lo que me es dado es…<>…, y mi vida es ante todo un hallarme yo en el mundo… (¿Qué es filosofía? Pág.206). Y esa vida incluye la realidad entera, incluye lo que nos rodea. Esa es la realidad radical y las demás realidades son secundarias; para Ortega son realidades radicadas. Son realidades que yo encuentro en mi vida, que se manifiestan, que aparecen en mi vida, que se manifiestan en ella, que se constituyen en ella. No quiere decir, añade Ortega, que realidad radical quiera decir la única, ni mucho menos ni la más importante, no, es la realidad en la cual aparecen todas las demás, cualquier realidad para que signifique realidad para mí, tiene que aparecer en mi vida, tiene que aparecer y manifestarse en ella - Dios mismo... Dios es creador, creador de toda realidad, pero Dios - para que yo pueda decir algo de Dios, para que sepa algo de Él, para que me sea realidad - tiene que aparecer en mi vida, tiene que manifestar en mi vida, constituirse en ella: “El criterio en este caso no me parece de difícil hallazgo; yo creeré que alguien ve más que yo cuando esa visión superior, invisible par mí, le proporciona superioridades visibles para mí. Juzgo por sus efectos.”(¿Qué es filosofía? Pág. 123).
Es en este sentido una vida radicada, creadora, pero radicada. Se trata de extender a un nivel de radicalidad mucho más profundo. Y esto quiere decir que esa realidad a que llamamos vida, mi vida, vida humana, no es cosa. No es cosa: es acción, es proyecto, es imaginación, anticipación, proyección. Este es el punto de partida, y este es el origen de la metafísica orteguiana, que ni es idealismo, ni es realismo, ni es una mera coexistencia de yo con las cosas, sino justamente la constitución de una actividad dinámica, activa, que consiste precisamente en proyectarse la una sobre la otra. Y consiste en interpretación. Vivir es interpretar, vivir es proyectarse uno sobre las cosas para interpretarlas, justamente para realizar los proyectos que van a constituir nuestra vida. Este es el punto de partida. Este es justamente el origen, el núcleo fundamental del pensamiento orteguiano, que como se ve está mucho más abajo, mucho más profundo que los planteamientos anteriores: “Porque no es el mundo por sí junto a mí y yo por mi lado aquí, junto a él –sino que el mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta”. (Qué es filosofía? Pág.215)
Y naturalmente hay el problema de cómo se conoce eso, en qué consiste precisamente el conocimiento. Como es sabido, el concepto de razón ha sido capital. El concepto de razón que se ha usado desde los griegos naturalmente, y luego en la Edad Media, y luego en el Renacimiento, y luego en Descartes y Leibniz, y luego con dos términos distintos, –Verstand (Compresión) y Vernunft (Razón)- por los alemanes, los idealistas alemanes. Pero ha habido una idea deficiente de la razón que ha dominado: la razón explicativa, la razón científica, el modelo científico de la razón, que consiste en reducir las cosas a sus causas, elementos o principios; lo cual tiene evidentemente un inconveniente: esto para la ciencia se puede aplicar pero no basta. Y es que cuando una realidad me interesa por sí misma, reducirla a causas, principios o elementos no basta: si yo digo que el agua es H2O y tengo sed, yo no puedo beber H20, necesito agua; si yo quiero ver las caras de las personas, necesito luz, no basta con fotones u oscilaciones electromagnéticas. Esa idea reductiva de la razón que sirve para muchas cosas no es apta para conocer las realidades que interesan por sí mismas: la vida humana, la historia... y entonces sobreviene, por una parte, el racionalismo extremo -formulado por Hegel: " todo lo racional es real y todo lo real es racional", lo cual es un acto de fe, porque no es racionalmente conocible que sea así- y, por otra parte, el abandono de la razón, el irracionalismo, que no es posible, porque el hombre no puede vivir más que razonando. El hombre tiene pobres instintos, no tiene ningún sistema de tropismos que conduzca su conducta como ocurre con el animal, no tiene más remedio que pensar, que razonar.
Y Ortega en aquella famosa frase de las Meditaciones justamente junta los dos conceptos "contrarios", razón/vida, en la razón vital. Este es el gran paso que da nuestro filósofo en el siglo XX: la razón vital. La razón vital sin la cual no es posible la vida humana. Estas ideas –que funcionan en la obra de nuestro filósofo como los motivos musicales en una sinfonía– son acrecentadas y enriquecidas el año 1923, en El tema de nuestro tiempo, con el «raciovitalismo» . Aquí toma la vida no tanto por el lado ontológico, cuanto por el axiológico . Frente al racionalismo o «beatería de la cultura», que domina desde hace siglos la cultura, debe reconocerse a la vida como un valor «autónomo», pero sin incurrir por ello en un vitalismo irracionalista (Rousseau) o primitivismo. «No menos que la justicia, que la belleza o que la virtud, la vida vale por sí misma.»- según advirtieron Goethe y Nietzsche-. De donde una ética de la ilusión frente a la usual del deber. Lo mejor no se lo ha de hacer por imposición heterónoma, sino por deseo íntimo (como el deporte) en fuerza del imperativo vital que nos impulsa a «ser [mejor] lo que se es». En los ensayos de “El espectador”, puso en marcha esa «razón vital», espumando en lo real los aspectos apolíneos y mostrándose goloso aristócrata del espíritu. Entendiendo el raciovitalismo, como una concepción fundada en la idea de la razón vital. Esto quiere decir que, dado que la vida exige saber a qué atenerse, la vida necesita y precisa de la razón. La razón no es un conjunto de principios inmutables o axiomas ante los cuales tiene que claudicar la vida. Al estar considerada la vida como la realidad radical, todas las demás instancias, incluida la razón, se encuentran supeditadas a ella. No se trata de una actitud irracional, sino una postura tendente a hacer indisolubles la razón y la vida dentro de la historia. La razón vital es también la razón histórica. (¿Qué es filosofía. pág.103).
Para el homenaje a Ernst Cassirer (1935) compone otro pequeño libro que hace hito en la trayectoria de su pensamiento: “Historia como sistema”. “El hombre no tiene naturaleza, sino historia” (O.C VI, pág.41), la cual es “el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y única” (O.C VI, pág. 43). Para entenderla se necesita una razón adecuada: «la razón histórica», a la que debe ceder la antorcha olímpica de ahora en adelante la razón fisicomatemática, vigente desde el advenimiento de la «nueva ciencia» en el siglo XVII. Los escritos de los años siguientes manifiestan su creciente interés por los temas sociales e históricos, que las crisis políticas y bélicas hacían ingratamente actuales. Pero hay que seguir. Y Ortega sigue. La vida humana es una vida concreta, es una vida histórica. Es evidente que esa razón funciona no solamente en mi vida humana individual, funciona dentro de una sociedad, dentro de un sistema de vigencias, creencias y usos sociales. Por tanto es una razón histórica. La razón, en su forma concreta, es histórica; la razón vital y la razón histórica son lo mismo: una, vista de un modo concreto, en la cual aparecen los limites no de la vida individual, sino de la vida colectiva. Y esto llevará a Ortega a hacer una sociología enteramente nueva: no distinguirá solamente entre la vida individual y la vida colectiva, sino que distinguirá también entre la vida interindividual, en la cual hay varias vidas presentes, pero tienen, en definitiva, los caracteres de libertad, de elección, de decisión... y la vida colectiva, la vida social, que consiste en usos, vigencias, en lo que se hace, en lo que se dice (y nadie sabe porque se hace, porque se dice... y esa es la tremenda realidad social).
Esa realidad humana, no es cosa; es histórica. La vida humana consiste en historicidad, es algo que acontece históricamente. Pero no olvidemos lo anterior: la vida humana es una estructura, no se disuelve en lo que fue la tentación del final de siglo, de Dilthey , de historicismo, reducir a formas históricas. No es eso, la historia nos conduce a la realidad, la historia nos conduce al futuro y es algo que descubre justamente una estructura, que no es rígida, que no es inmóvil, que consiste en tensiones, en movimiento. En esto consiste la metafísica de Ortega. Y por tanto la vida humana es primariamente imaginación, interpretación, proyección. Y por eso podrá decir, para comprender la vida humana en su conjunto, que la vida humana es elección, es responsabilidad, es moral, intrínsecamente moral. Yo tengo que justificar -por lo pronto ante mí mismo- por qué elijo lo que elijo, por qué entre las posibilidades que me ofrece la circunstancia elijo una u otra, en cada caso. Por eso a Ortega le parecía que no tenía ningún sentido esa palabra que se usa mucho: "amoral" - amoral no es nada humano; o es moral o es inmoral, es decir, la moralidad le pertenece como una condición fundamental, radical a la vida humana, que es elección, elección justificada, elección responsable. “Nosotros aceptamos la fatalidad y en ella nos decidimos por un destino. Vida es destino”. ( Qué es filosofía? Pág. 242-243)
A comienzos de la década de 1920 sus escritos tienen una óptica menos subjetivista y están más orientados a analizar los comportamientos sociales de las masas que conforman la sociedad contemporánea -es la etapa conocida como perspectivista-. Sus obras más destacadas en esta línea son “España invertebrada “(1921), “El tema de nuestro tiempo” (1923) y su título más destacado y de mayor trascendencia, “La rebelión de las masas” (1930). En ella critica la influencia destructiva de la mentalidad general, y por lo tanto de la gente mediocre, que de no ser dirigida por una minoría intelectual y moralmente superior alienta el ascenso del autoritarismo. En conexión con la idea de “yo soy yo y mis circunstancias” había esbozado también allí el germen de lo que sería el perspectivismo. La perspectiva es un componente necesario de la realidad, y entre las perspectivas no hay ninguna privilegiada. La verdad absoluta –inasequible al hombre– habría de ser la integración jerárquica de la totalidad de las perspectivas: “La verdad, lo real, el universo, la vida - como queráis llamarlo - se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles. La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. “(El espectador, 1916. Verdad y perspectiva", II. Pág. 19 )-. Por tanto, la realidad (entendiendo por tal lo que últimamente se opone a mi vivencia) ya no puede ser entendida dentro de la disyunción tradicional de sujeto y objeto, yo y no yo. La realidad lo es sin mí, pero es ella lo que es. Frente al idealismo (yo sin cosas) y al realismo (cosas sin yo, yo entre las cosas), Ortega propondrá como solución radical al problema del conocimiento: «yo con las cosas». Así la vida (en el sentido biográfico, esto es: consciente y responsable), pasa a ser la «realidad radical». Todo lo que el hombre hace, lo hace en vista de su circunstancia, y que a cada uno de los haceres de nuestra vida le pertenece intrínsecamente su justificación, pues el hombre no es sino que vive, y vivir es lo que hacemos y lo que nos pasa, tener que nadar, ser náufrago en la circunstancia para dar razón de ella, saber a qué atenerse y poder ser cada cual auténtica y libremente fiel a su destino. La suprema intuición de Ortega fue decidir que el ser humano no es un ser completo sin su circunstancia, y que la "realidad circunstante, forma la otra mitad de mi persona"... No solamente aceptó Ortega que el yo incluye el mundo exterior como circunstancia, sino que esa circunstancia ¡abarca asimismo el mundo interior! "Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo". Parecen, a mi entender, resonar las palabras del poeta: " 0 nos salvamos juntos, o nos hundimos los dos! http://www.locualo.net/filosofia/ortega-gasset-filosofia-espanola-del-siglo-resumen/00000072.aspx.
Heredero del ideal europeizador de la llamada generación del 98, aunque ligeramente más joven que sus más conspicuos representantes y de la “Institución Libre de Enseñanza”, que se remontaba al krausismo, Ortega desempeña también un papel de primer orden como orientador de la sociedad española y, más adelante, incluso de la sociedad occidental. Ortega se encuadra en una tradición de intelectuales españoles, el Regeneracionismo, que ya desde finales del siglo XIX miraban con preocupación la situación de retraso de España. La idea fundamental de esta tradición es la necesidad de insertar definitivamente a España en un contexto europeo y moderno. El año 1921 da su visión del «problema de España» en un libro cuyo título es también su más conciso resumen: “España invertebrada”. Partiendo de que “la acción recíproca entre masa y minoría selecta... es el hecho básico de toda sociedad y el agente de su evolución” (Obras Completas. III, Pág.103), diagnostica el morbo hispano como “carencia de minorías egregias e imperio imperturbado de las masas” (O.C III, pág.128). Y propone como remedio a esta decadencia secular «el reconocimiento de que la misión de las masas no es otra que seguir a los mejores» (O.C III, pág.126), exhortando a éstos a un “apetito de todas las virtudes”.
En “La rebelión de las masas” , aplicando los mismos principios, pronostica a todo el mundo occidental una crisis social incipiente que por entonces (1926) apenas nadie advertía. Caracteriza certeramente al hombre-masa por la “libre expansión de sus deseos vitales”, su “radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia”, la decisión de “no apelar de sí mismo a ninguna instancia superior, el juzgarse perfecto, el empleo de la acción directa, el desinterés por la ciencia pura…etc.” Los hechos ocurridos en torno a la Segunda Guerra Mundial (en parte todavía perdurantes) vinieron a confirmar la previsión de Ortega, haciendo de su libro uno de los más leídos y traducidos al terminar la contienda.
El planteamiento del problema filosófico en Ortega, es de una enorme extensión, ha hablado de enorme cantidad de cosas: ha estudiado la historia, la estructura de la sociedad, la rebelión de las masas, los problemas de la moralidad, la diferencia entre el varón y la mujer, el Estado, la interpretación de las historias -la Historia de España, la Historia de Roma, la de Grecia... Porque Ortega partía de una concepción originalísima de la realidad. Por eso precisamente llegará a la idea misma de lo real, la idea del ser. Ortega irá más allá de la idea del ser y mostrará como no es lo mismo realidad y ser; el ser es la interpretación más ilustre de lo real, de lo que hay, pero evidentemente lo que hay, rebasa. No está muy seguro de que todo lo que hay, sea. Y nos recordó que hay tres espléndidas palabras filosóficas -que están todavía esperando que las usemos; él lo hizo- ser, estar y haber; lo que es, lo que está y lo que hay.
4. UNAMUNO Y ORTEGA: COMPROMISO CON EL HOMBRE, SUPERADORA DE LACRÍSIS DE LA MODERNIDAD.
La crisis de nuestro tiempo es el resultado de la crisis de la modernidad, de un proceso que condujo del ideal leibniziano de resolver todas las disputas religiosas, morales, políticas y de todo tipo, de la apoteosis de la razón, a la pleamar del nihilismo, que Nietzsche genialmente profetizó desde su trágica soledad. Por otro lado, no me parece oportuno hablar de posmodernidad, como paradigma que envuelve un sistema teórico filosófico, independiente de la Modernidad, ya que hablar de posmodernidad es en sí, hablar de Modernidad, tal como opina Jürge Habermas .
En este trabajo, que he titulado “La entrada de España en la Modernidad” a través de dos filósofos, que intentaron dar una respuesta superadora de esa crisis, en el ámbito de la filosofía española y también con repercusiones fuera de la misma; estaban de acuerdo en que el positivismo había ahogado, preguntas trascendentales del hombre, pero que no por ello, no estaban dentro del ámbito de la especulación filosófica, y que precisamente por no tener una respuesta “racional”, debían de ocupar el lugar preferente de nuestro pensamiento. El primero de ellos, Unamuno, fue el anticipador, el creador de un ambiente, el "circunstanciador", ya que vio que el punto de partida de toda filosofía tenía que ser el hombre. Y lo hizo desde el cuestionamiento de nuestra propia existencia, como seres con “sed de inmortalidad y de Dios”, que sólo cuenta con la duda mortificante de la razón y la fe, para navegar en este río de la vida. Mientras que el segundo, Ortega y Gasset, trata de revitalizar la razón, desde la manifestación de la propia vida de cada hombre, en su integridad y no troceando al ser humano en porciones útiles a la razón, pero incompleta para abarcar ese todo incomprensible, que es el hombre. http://www.ensayistas.org/critica/spain/bolado/cap1.htm.
Indudablemente Unamuno y Ortega tuvieron un temple vital muy distinto, pero a pesar de sus diferencias coincidieron en otorgar un valor fundamental a la reflexión sobre la vida humana y los problemas de la existencia. Al inicio, de este trabajo, recordando el pensamiento de Unamuno que hizo del hombre de carne y hueso el centro de su reflexión filosófica y que, más allá de abstractas definiciones sobre lo humano, se interesó por la realidad concreta del hombre “que nace, sufre y muere, sobre todo muere aunque quiera vivir” (El Sentimiento Trágico. Pág.7). A juicio de Unamuno, la filosofía, que es la búsqueda de una visión unitaria de las cosas, brota de nuestro sentimiento respecto de la vida misma y, en su caso, surge del llamado sentimiento trágico de la vida. Como Nieztsche y Kierkegaard, don Miguel prefirió buscar la verdad y no la razón de las cosas. También como ellos, prefirió enfrentarse con los problemas radicales de la existencia, aun a riesgo de no ser entendido por la mayoría y de que le acusaran de falta de lógica o de argumentos científicos. Él mismo, que también había experimentado la idolatría del cientifismo, aceptó de buena gana que calificaran su pensamiento de mera poesía y rechazó siempre que trataran de clasificarle o etiquetarle. Para él, como para Kierkegaard, la vida siempre fue primero, luego la teoría. Y para Unamuno, nuevo Heráclito del siglo XX, que padeció como nadie la cruz de la filosofía, la vida es cambio incesante; y en ese cambio se verifica el único principio de unidad y permanencia. El río es siempre el mismo, pero en continuo movimiento; solo es estable la inestabilidad. Y la razón no puede efectivamente aprehender esta fuerza vital, solo a riesgo de matarlo. No puede captarse el movimiento desde el fijismo, y de ahí su crítica a Demócrito y los atomistas, porque, parcelando lo real, fosilizan la vida: “Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es en rigor, ininteligible… ¿Y la verdad se vive o se comprende? (Del sentimiento. Págs.91-92).

Como es sabido, para Unamuno el sentimiento trágico de la vida, punto de partida de toda la filosofía, surge del choque entre nuestro esencial deseo de pervivencia, del ansia de no morir que anida en el fondo de nuestro ser y de una razón que nos dice “no” y se obstina en morder el “cogollo del corazón”. Se orienta a esclarecer el alcance de ese sentimiento vital y no a tratar de demostrar la inmortalidad del alma. Pues a juicio de Unamuno, eludir o ignorar la proximidad de la propia muerte era “vivir en el sueño de la vida”, ya que comprender la vida exige acogerse a la luz de la muerte que es su término natural y su fin. Para despertar de la inconsciencia don Miguel, prefiere “poner vinagre en las heridas”, antes que dar opio o eludir los problemas y temores que habitan en nuestro interior. Advierte que con frecuencia, en el transcurso de la vida, se depositan en nuestro interior capas de aluvión que nos envuelven y nos convierten en cáscara vacía. Entonces por un extraño proceso de petrificación, se genera una extraña insensibilidad para lo esencial y un excesivo afán por lo superfluo que nos distrae y aturde. Esto es en concreto lo que ocurre con la cuestión del fin de nuestra propia existencia y de la posible pervivencia, tema que se huye, elude u olvida. Por ello Unamuno asume el papel de provocar y entrar en contacto directo con su lector para que él mismo examine su propia existencia bajo parámetros más profundos, pues una vida que no se somete a examen cae en la inautenticidad. Recordemos que el conflicto trágico se produce porque la razón empeñada en demostrar la inmortalidad, en realidad no es capaz de ofrecer pruebas convincentes: “Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone frente a nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos la contradice. Y es que en rigor la razón es enemiga de nuestra vida” (Del sentimiento. Pág.91). De hecho, para don Miguel los múltiples argumentos que a lo largo de la historia se han desplegado no son más que pura abogacía, defensa de una tesis aceptada de antemano. Muy a su pesar, su razón le grita: “no”, no hay nada después de la muerte.

Ahora bien, el escepticismo de Unamuno en este punto, como para los antiguos, no implica abandonar la búsqueda, por el contrario él se empeña en investigar, en seguir indagando sobre el problema eterno, aunque sea por otras vías distintas. Quiere dialogar con ese “¿Y si quizá…?”, “¿y si, a pesar de todo…?” (Del sentimiento. Pág.119) que habita en cada uno de nosotros. Pues las razones no llegan a anular los anhelos, ya que el deseo de no morir expresa la misma esencia del propio ser de la que nos hablaba Spinoza: queremos perseverar con duración indefinida, de ahí que nos aferremos a la vida. Don Miguel, llevado por el principio de autenticidad, desvelará a lo largo de la obra referida sus más profundos deseos y temores y pondrá su alma al desnudo. Confiesa que lo que realmente anhela no es que su espíritu separado del cuerpo sea inmortal, sino que prefiere seguir perviviendo, prolongando esta vida terrena, pero además “sin sus males y sin el sufrimiento”. Aun con todo, considera preferible el sufrimiento antes que la total aniquilación. Pues ni siquiera puede imaginarse lo que significa la aniquilación y por ello mismo no le parecen realmente consoladoras aquellas doctrinas que diluyen nuestro yo en un vago panteísmo donde el individuo se funde en una Totalidad difusa e imperecedera.

Entonces, ¿qué hacer ante el fracaso de la razón lógica para responder satisfactoriamente a este deseo profundo? Unamuno aboga en este punto por abandonar la vida racional y adentrarse en la vía de lo irracional o sobrerracional. Desde esta perspectiva, ahondando en sus deseos que busca explicitar y llevado por su afán de sinceridad, imagina de un modo poético el máximo de pervivencia que el fondo anhelaría: la pervivencia de todo lo existente, no sólo la del propio yo. Sueña la pervivencia incluso de esa estrella que parpadea vacilante en el cielo y de ese animal que con mirada humana pide compasión en su dolor. Una vez que ha dado rienda suelta a su imaginación y ha expresado sus deseos sin límite alguno, el máximo de pervivencia para todos los seres, se plantea también los mínimos irrenunciables. A su juicio, el mínimo de pervivencia al que se aspira, consciente o inconscientemente, es a dejar recuerdo o memoria en la mente de otros individuos. Los héroes, los artistas y los escritores buscan perpetuarse en su obra, los padres en sus hijos y cada uno reivindica el mérito y recuerdo de su propio trabajo, por muy pequeño que sea. Es el modo de prolongar la vida: al menos seguir viviendo en el recuerdo de los otros.

Una vez explicitado este sentimiento trágico de la vida, este abrazo entre la razón que dice no y el corazón que grita sí, don Miguel quiere además derivar una ética que oriente su acción de modo que, del fondo mismo del abismo, pueda surgir la esperanza y la solidaridad. Y es aquí donde la conciencia del sufrimiento compartido, la compasión se convierte en fuente de la moral. Como Rousseau y Schopenhauer habían advertido, la toma de conciencia del carácter indigente y desvalido del ser humano, del sentimiento de la propia contingencia, de lo que nos une más que separa, lleva a sentirse vinculado con los demás y concernido en un destino común. La común desdicha impulsa los sentimientos de humanidad y la solidaridad.

Unamuno aprendió de un autor querido por él, Senancour , que puede que perezcamos definitivamente, pero entonces, al menos, “perezcamos resistiendo y si la nada nos está reservada hagamos que sea una injusticia-Obermann- (El Sentimiento Trágico.Pág.252). Dicho de otro modo, la máxima moral de Unamuno, que toma como referencia esa pervivencia anhelada, se podría formular del modo siguiente: obra de tal modo que merezcas a tu propio juicio y al de los demás la eternidad, obra de modo que te hagas insustituible, que no merezcas morir. Es decir, obra como si hubieras de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte, para dar de sí cuanto puedas, cada uno en su propia vocación y oficio. De este modo, la conducta se convierte en la mejor prueba del anhelo supremo y la práctica sirve de prueba a la doctrina. Se constata así que Unamuno no quiso instalarse en una desesperación que paraliza, sino que, desde la reflexión sobre la muerte y por adentrar la filosofía en la vida y someterla a examen, quiso impulsar una vida vigorosa y comprometida con la realidad, consciente de los riesgos y de los retos, y buscando la creación de sentido y de valores constructivos:”Mal que le pese a la razón, hay que pensar con la vida, y mal que le pese a la vida, hay que racionalizar el pensamiento” (Del Sentimiento. Pág143.)

Y desde esta perspectiva, la filosofía de Ortega presenta puntos en común con Unamuno, aunque carezca del tono trágico del escritor vasco y su particular incidencia en nuestro destino mortal. En 1912, Unamuno le confesaba en una carta a Ortega: “…No puedo con lo puro, razón pura, concepto puro… Tanta pureza me quita el aliento; es como meterme debajo de una campana pnemaútica y hacerme el vacío…” “¡No me resigno a la razón pura!” (Carta de Miguel de Unamuno a José Ortega y Gasset del 21-XI-1912). Ortega no quiso renunciar a la teoría, pero tampoco se resignó a la razón pura. No estaba dispuesto a proseguir el enfrentamiento entre la vida y la razón, la afirmación del combate por el combate, que expresaría el sentimiento trágico de la vida y de los pueblos en Unamuno. Por el contrario, la expresión de la razón vital se encuentra ya en las Meditaciones del Quijote (1914), precisamente como oposición al dualismo que Unamuno establecía entre la razón y la vida. Ahí señalaba que esa oposición entre la razón y la vida era sospechosa: “La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir a la vida…Cómo si la razón no fuese una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver y el palpar” (. Ortega, O.C., I, pág. 352)
Ortega advirtió muy pronto la necesidad de que la reflexión filosófica estuviera presente en su contexto inmediato. No quería como Unamuno limitarse a vincular la filosofía con la poesía, sino que reivindicaba la necesidad de un análisis racional, aunque no racionalista. Como a Unamuno tampoco le convencía la razón pura, no quiso renunciar a la razón sino hacer a la razón vital. Además, Ortega sentía la necesidad de que la filosofía estuviera en la vida inmediata, en la propia circunstancia. Quizá ello explique su presencia en foros muy distintos de los académicos . La filosofía no debía convertirse en literatura, pero tampoco debía limitarse a ser un saber dedicado a especialistas. Más allá de tecnicismos que, en ocasiones, se convierten en jerga, Ortega quiso hacer de la claridad su sello de identidad como filósofo y hacer comprensibles los problemas filosóficos que a todos atañen. Esta es la vertiente ilustrada de Ortega, su insistencia en la necesidad de iluminar y difundir el pensamiento, su convencimiento de la importancia de crear hábitos intelectuales que favorezcan el análisis y la crítica fundada y que resultan imprescindibles para conformar un clima de diálogo racional. Unamuno y Ortega ejemplificaron, cada uno a su manera, el papel que pude desempeñar el intelectual que quiere que el público piense por su cuenta.

Si Unamuno se preocupó por el “hombre de carne y hueso”, Ortega se interesó por el ser humano y su circunstancia vital. Junto al esfuerzo orteguiano por hacer presente la filosofía en la vida, la misma vida se convierte muy pronto para Ortega en la realidad radical, la realidad a la que deben referirse todas las otras realidades. Sin embargo, esta atención a la vida no implicaba identificarse con determinados vitalismos. Es conocida la postura que Ortega quiere adoptar y que ya en 1924 califica como “Ni vitalismo, ni racionalismo”. A su juicio, el racionalismo era rechazable por haber cometido el error de confundir el uso con el abuso de la razón. En cuanto al vitalismo consideraba que era una expresión ambigua y sólo se identificaba con esta corriente en cuanto se hace de la vida el tema central, pues no quiere perder, en aras de un ciego irracionalismo, las trabajosas conquistas realizadas por la razón. En vista de ello, Ortega varió su vocabulario y hablará de “raciovitalismo”, de la doctrina de la razón vital, de la razón viviente y de la razón histórica. El propósito de estas expresiones es mostrar que si la filosofía es esencialmente “filosofía de la vida” , no debe ser entendida en el sentido de Simmel, Bergson o Dilthey.

El pensador madrileño Ortega y Gasset se mueve en una posición intermedia, entre el racionalismo antivitalista de Kant y el vitalismo irracionalista de Nietzsche. Su raciovitalismo pretende apoyar y fundamentar la razón en la vida y viceversa, de aquí su idea de razón vital. “La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí misma y pueda desalojar a aquella” (ORTEGA Y GASSET, J., El tema de nuestro tiempo, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 125.) Cultura es el primer esfuerzo que hace el hombre desde su desorientación vital, su situación de duda, de inseguridad. Cultura es seguridad sobre la vida, reflexión. Ortega nos señala: “el tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo […] La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética, quienes han de servir a la vida” (ORTEGA Y GASSET, J., El tema de nuestro tiempo, Alianza Editorial, Madrid, 1989, pág.115)
Igualmente en don Miguel de Unamuno, el indómito rebelde y luchador incansable, vemos un pensador que ve la crisis de la modernidad, que anuncia la muerte de la modernidad desde su crítica a la razón moderna, hegemónica y absoluta. El hombre es víctima de la razón lógica: “El positivismo no trajo una época de racionalismo, es decir, de materialismo, mecanicismo y mortalismo; y he aquí que el vitalismo, el espiritualismo vuelve” (Del Sentimiento. Pág. 142) ¡desgraciados de nosotros si no sabemos rebelarnos alguna vez contra la gran tirana! Nos tratará sin miramientos, sin compasión. Unamuno huye del racionalismo y el solipsismo cartesiano, lo esencial y primero en el hombre no es el pensar, sino el vivir. Sum, ergo cogito: “Y lo primitivo no es que pienso, sino que vivo, porque también viven los que no piensan… ¿No pudo decir el hombre de la estufa: <> o <> (Del Sentimiento. Pág.40). El hombre no es sólo un animal racional, sino animal afectivo y sentimental. “Todo lo vital es irracional, y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica”. El sujeto y objeto de la filosofía es el hombre de carne y hueso, el individuo concreto . Por lo que la reivindicación del sentimiento trágico de la vida, implica también la presencia y, al mismo tiempo el rechazo de la modernidad: el rechazo a la búsqueda de conocimiento seguro y la percatación de su fragilidad. Una filosofía en la que se antepone el sentir al conocer, la cabeza al corazón, la fe a la razón, la filosofía a la religión, el pesimismo al optimismo y la subjetividad a la objetividad.

Para Ortega la desconfianza en la razón se debía a la identificación sin más de la razón con la razón pura, con una “razón abstracta” o una razón científica. El abandono del racionalismo tradicional y del cientifismo no significa por su parte la aceptación del racionalismo, sino la necesidad de transformar esa razón pura. La razón emerge de la vida y si “pienso es porque vivo”. Esto es, la vida humana es la realidad radical en el sentido de que es la realidad básica y que todas las demás realidades se dan dentro de ella. Ahora bien, Ortega no concibe la vida como si fuera una cosa o una realidad estática, pues vida es lo que nos pasa y lo que hacemos, es ocuparse con lo otro que no es uno mismo. Vivir es coexistir, convivir con una circunstancia (circum-stamtia), con lo que está alrededor de mí. Por tanto, no hay un vivir en abstracto, sino que la vida humana está hecha por una diversidad de situaciones. En ellas, habrá circunstancias que nos son dadas y que no elegimos, pero siempre habrá un margen de holgura, siempre habrá un espacio, por muy pequeño que sea, que nos permite elegir entre varias posibilidades. De ahí que no haya fórmulas, ni reglas fijas para hacer nuestra vida, sino que cada cual debe decidir constantemente lo que quiere ser, construirse su propia vida. Nuestro auténtico ser nos obliga entonces a trazarnos un proyecto o programa vital.

En este punto, Ortega, como Unamuno, también desprende una máxima moral de su concepción de la vida. La de Ortega también consiste en una llamada a la autenticidad -sé lo que eres- que exige ser fiel a la propia vocación o al proyecto vital. Como para Nietzche, la esencia de la vida consiste en anhelar más vida, en buscar una vida más plena, pues la vida humana es imposible sin ideal. Al final de su obra: ¿Qué es filosofía?, Ortega evocaba un dicho de un antiguo poeta japonés: “Un mundo de rocío no es más que un mundo de rocío. Y, sin embargo...”, y sin embargo, completa Ortega, “aceptemos este mundo de rocío para hacer una vida más completa” (Ortega y Gasset ¿Qué es filosofía?, Pág.252). Puede comprobarse así que, como en el caso de Unamuno, la reflexión sobre la vida y sus límites conlleva una dimensión ética, de nuevo constructora de sentido y que llama a la plenitud.

En definitiva, Ortega prefirió vitalizar la razón y enraizar la razón en la vida, considerando que las circunstancias de su tiempo requerían construcción y síntesis más que enfrentamiento y escisión. Ortega ya desde 1923 exigía pensar la cultura para la vida, en vez de la vida para la cultura. A ello dedicó todos sus esfuerzos, respondiendo fielmente a su vocación filosófica. Sin duda, le movía la aspiración a un ideal, a una meta, que es lo que da sentido al quehacer filosófico. En su caso el objetivo fue pensar desde la vida, en su contexto y circunstancia, sustituir al sujeto pensante de Descartes, desvinculado de la vida, por su sujeto vinculado a la realidad concreta de la existencia. Su aportación a esta tarea es una irrenunciable conquista que puede orientar el pensamiento contemporáneo.

Para terminar, hay que señalar que, más allá de sus diferencias, Unamuno y Ortega representaron un modo particular de hacer filosofía, que atendía al hombre de carne y hueso, o al hombre en sus circunstancias, que no puede prescindir, por más que lo quiera, del mundo de los afectos y los sentimientos, de los ideales y de los temores, de su historia y de sus proyectos, de su compromiso ético con el mundo que le ha tocado vivir. Por este motivo, cabe decir que, como señaló insistentemente Ortega, la filosofía tenía como misión ampliar los horizontes de la razón moderna y atender a la perspectiva de lo histórico y lo cultural, integrando la razón vital con la razón histórica, una razón narrativa que es la única que nos permite entender las cosas humanas. El pensador español advirtió que el rasgo más importante de la vida humana es ser una realidad imaginativa que se inventa a sí misma en el transcurso de la Historia. Queda seguir esa Historia que no termina, sin olvidar que aun reconociendo la amplitud de los errores y los fracasos, la vida humana es imposible sin un ideal que impulse a metas altas . «La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, escrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin "forma". Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. [...] Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a lo que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar.» Sigamos por tanto con ese reto para el que se requiere sin duda, siguiendo la propia expresión de Ortega, “un ánimo generoso”, ya que la filosofía de hoy sigue teniendo la tarea con la que se inició en Sócrates: “someter la propia vida a examen”. Es lo único que nos permitirá, también como advirtió Sócrates, ser justos y hacer lo que nos corresponde.
Unamuno cree que la razón se halla al servicio de la vida, al igual que Nietzsche. Pero él cree que Dios es un consuelo para la vida frente al miedo a la muerte. La religión es uno de los aspectos que más separa las opiniones en torno a España de Ortega y Unamuno. Para Unamuno el espiritualismo místico forma parte del acervo más hondo de España, mientras que para Ortega España debe olvidarse de toda religiosidad y abrirse al racionalismo europeo. Unamuno en sus primeros ensayos habla también de europeización, y solo más tarde, como reacción a la europeización que propone Ortega, habla de hispanización.
Hay una piedra de toque que nos da la medida exacta de la discrepancia entre ambos pensadores: es la preferencia entre Descartes y San Juan de la Cruz. El que Ortega elija a Descartes como símbolo de la europeización nos indica como para él Europa representa principalmente una vocación de racionalismo; de aquí su desprecio por la masa y el pueblo. Con la elección de San Juan de la Cruz, Unamuno quiere expresar su consideración del misticismo como rasgo esencial a la tradición hispana, que no debe perderse en contacto con la cultura europea. Su admiración por el pueblo, fuente de las corrientes intrahistóricas, creador de historia, tiene su última razón de ser en su religiosidad. Unamuno no se molestó en contestar públicamente a Ortega; no era éste su tono. Pero en el último capítulo «Del Sentimiento Trágico de la Vida», reafirma su posición: « ¿Qué significa, por ejemplo, en la historia de la cultura humana nuestro San Juan de la Cruz, aquel «frailecito incandescente» como se le ha llamado (léase Ortega), culturalmente y no sé si cultamente, junto a Descartes?... (Del Sentimiento, pág.278) Otros pueblos han dejado sobre todo instituciones; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier crítica de la razón pura». Las diferencias entre Ortega y Unamuno son, pues, claras: aquél es un racionalista, éste un aspirante a místico. La admiración del último por el pueblo y su desprecio por él del primero tienen ese mismo origen, como hemos visto.
María Zambrano , discípula de Ortega, recuerda que en los años 30 en España no se leía a Unamuno y a Ortega, sino que se les vivía. Sin embargo, matiza: “Había una diferencia entre el pensamiento de Ortega y el de Unamuno en cuanto al modo de darse. El de Ortega era el de un filósofo que prendía en un círculo de discípulos reducido; ciertamente, una especie de isla dentro del ámbito nacional, donde a su vez se le prestaba atención, como quizá nunca en España se le prestara a alguien que piensa. En aquel momento también, la poesía de Unamuno comenzaba a contar, a ser oída, estando presente desde hacía tanto tiempo. Era, sin duda, debido a que su poesía tiene voz y, a veces, hay en ella hasta clamor,... Pues ya la figura de don Miguel se elevaba y se adentraba en el ánimo de los españoles, como la de un mediador. Porque su palabra, que sonaba desde más de medio siglo, lenta, imperceptiblemente, se había ido haciendo palabra de alimento”. (Zambrano, M "Ortega y Gasset, filósofo español", España, Sueño y Verdad, Edhasa, Barcelona, 1965, pág. 137).







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